Tiago da Cruz (Caldas de Rainha, 1976), fotógrafo portugués residiendo en Algeciras (Cádiz), nos presenta un oscuro trabajo de reportaje subjetivo o introspectivo, en parte ficcionado o escenificado pero siempre realizado bajo una cierta atmósfera de realidad posible, un reportaje -en cualquier caso- con unas connotaciones formales y semánticas que bien podríamos definir como precinematográficas.

Su historia, titulada The dark ride, resulta más emocional y sensorial que concreta y, aunque sin un guión lineal (y, en realidad, tampoco un principio ni un fin), se apoya en una suerte de narrativa secuencial y ordenada de las imágenes (sobre todo cuando funciona en su mejor formato, el de fotolibro) con un eficaz y sugerente acompañamiento sonoro (cuando se visiona el vídeo específico de la obra).

El relato es, por tanto, pretendidamente abierto y, con ello, con un mayor componente ficcional y enigmático. Bien podría ser una película de cine negro pero realizada no con los códigos visuales y narrativos al uso (nos referimos a los de los filmes norteamericanos, los hasta ahora dominantes) sino, por suerte, con los igualmente atractivos (y eficaces para la historia) códigos vernáculos y locales, en concreto los que se dan en la vida en el sur de España, por la zona del campo de Gibraltar, un contexto (el sur de Europa) por el que este tipo de cine ya ha demostrado también su interés en los últimos tiempos.

Da Cruz realiza este trabajo adentrándose y fotografiando una realidad que no le es ajena. Él ha registrado escenas que pertenecen a determinados submundos de la noche en los que también se sumerge habitualmente como uno más. Esto le otorga una especie de pasaporte para documentar de una forma muy descarnada y verista (con un evidente grado de empatía, intimidad y cercanía) lo que experimentan en sus salidas sus compañeros/as de viaje (aunque se ha de remarcar que el trabajo al completo funciona más a modo de evocación que de revelación). El propio autor señala: “Los habitantes de la noche son desconfiados y solo aceptan la presencia de quienes caminan junto a ellos sin juzgarlos”. De alguna manera Da Cruz fotografía parte real de su vida. Pero lejos de concebir su obra como un diario autobiográfico (lejos de decantarse por esa opción, que suele ser más al uso), lo que él nos relata está mucho más cerca de la ficción que de la experiencia vital personal (y de hecho hay imágenes escenificadas y construidas, incluso más de una de claro carácter simbólico o alegórico). Además, pese a la nocturnidad y a la alevosía (y a diferencia de lo que veíamos en la obra de R. Arocha, con su brillante lenguaje feísta o sucio), el (lenguaje) de Da Cruz es preciosista (al menos, exquisito en luces y composición) y sus imágenes no llevan artefacto ni ruido visual.

En cualquier caso nuestro autor consigue recrear un particular y silencioso universo cerrado, como de moteles, bares y antros de carreteras secundarias, lugares de periferia y extrarradio, con –como dijimos- claras influencias del cine/novela negros (atención a la iluminación artificial real, es muy sugerente), con referencias al cuerpo, al sexo, al dolor, al placer, imágenes insertas en un relato con un cierto poso de misterio, enigmático, perturbador, con atmósferas a veces claustrofóbicas y angustiosas, oscuras casi siempre –ya lo dice el título-. Los personajes no tienen jerarquías de protagonismo y nunca sabemos exactamente cuál es su papel concreto en el relato.

The dark ride se adentra en la noche, un paréntesis de tiempo en el que los códigos morales parecen ser diferentes. Pero son unos códigos que, en cualquier caso, siempre –dice Da Cruz- “se desvanecen cuando llega la luz del día, dejando un sabor a medio camino entre la redención y la culpa”.

Jesús Micó

 

Caminar por los márgenes de la realidad es como caminar por un sueño extraño. Las historias más perturbadoras nacen de las carreteras secundarias, de la penumbra y de calles olvidadas de las grandes ciudades.

No suelen ser hermosas historias de final feliz, la mayoría ni siquiera tiene un principio ni un fin. Son, más bien, pequeños trozos de realidad destinados a construir sensaciones sin contornos definidos. Se desvanecen cuando llega luz del día, dejando un sabor a medio camino entre la redención y la culpa. Son universos de entradas mínimas que albergan posibilidades infinitas.

Sus habitantes son desconfiados y solo aceptan la presencia de quienes caminan junto a ellos sin juzgarlos. No son muchos los que encuentran lo hermoso en la carencia o en el exceso, tampoco abundan quienes pueden ver entre las sombras o retratar la soledad sin romperla.

Muy pocos tienen la llave. Uno de ellos camina en un silencio interrumpido tan solo por el sonido sordo del disparador de una cámara. Clic. Es el momento en el que las realidades dispersas pasan a formar parte de una historia que no empieza ni acaba.

Es el momento de caminar sobre la delgada línea que separa la realidad y el sueño.

Sandra Balvín